Estrenamos sección de colaboraciones con un texto de Màrius Navazo, de GEA21, originalmente publicado en catalán en el número 59 de la revista Mobilitat Sostenible de la asociación catalana PTP (Promociò del Transport Públic) y luego ampliado y traducido al castellano en la revista La Ciudad Viva.
No se asusten por el título, no nos hemos vuelto locos…
El coche en ciudad es un vehículo muy lento. Sólo hay que seguir anualmente los resultados de las carreras urbanas del transporte que organiza la Asociación para la Promoción del Transporte Público de Barcelona, dónde se observa que el coche en muchos casos es más lento que la mayoría del resto de modos [1. Carrera de movilidad sostenible, PTP]. De hecho, en algunos trayectos se clasifica en última posición, lo que quiere decir que llega ¡¡¡por detrás del peatón!!! Y esto no sólo sucede en Barcelona ciudad (2.000.000 habitantes), sino que se agudiza en ciudades de menor tamaño como Hospitalet de Llobregat (400.000 habitantes) o Sabadell (200.000 habitantes). Por lo tanto, es urgente la implantación de soluciones para que este invento emblemático del siglo XX se vuelva competitivo en nuestra realidad urbana contemporánea.
Desde la perspectiva del usuario, a menudo la competitividad del coche se mide según su fiabilidad y el ahorro de tiempo respecto de los otros modos de transporte. Ciertamente, el coche contiene el potencial de ofrecer ambos aspectos, pero siempre y cuando en aquel momento haya un número reducido de coches en circulación. Si no es así, la competitividad del coche se desvanece completamente. Y esto es precisamente lo que sucede cotidianamente en los momentos en que la sociedad más necesita moverse (horas punta), restando garantizada la competitividad del coche sólo durante las horas valle. Por lo tanto, la aportación beneficiosa del coche a los individuos y a la sociedad es limitada porque su uso masivo lo vuelve lento e impredecible precisamente en los momentos de máxima necesidad social de desplazamientos, agravando con la congestión viaria determinados problemas colectivos de salud pública y ambiental. El reto, entonces, es conseguir que el coche sea competitivo también en hora punta, y tanto desde una perspectiva individual como colectiva, garantizando que sus aspectos positivos afloren, a la vez que se minimice la aparición de efectos negativos. Y para ello, es necesario asegurar que el uso del coche no sobrepase aquel umbral de uso masivo a partir del cual sus aspectos positivos se desvanecen y se manifiestan con fuerza los aspectos negativos.
La receta tradicional para mejorar la movilidad en coche ha sido -y en muchos aspectos sigue tristemente siendo- aumentar la capacidad y gratuidad de la red: más vías, mayor prioridad en las intersecciones, más aparcamiento y menos peajes. Pero décadas de inversiones en este sentido no han conseguido mejorar la competitividad del coche. Así pues, la solución no puede centrarse en ofrecer más capacidad y gratuidad, sino más fiabilidad. Aquello que verdaderamente puede devolver la competitividad al coche es que sus usuarios conozcan con fiabilidad cuánto tiempo tienen que destinar a un trayecto y la hora a la que llegarán a destino, sin estar sujetos a la impredecibilidad hoy asociada a la red viaria. Y la fiabilidad sólo puede conseguirse reduciendo la congestión viaria y garantizando el aparcamiento.
No insistiremos en la idea de que la apuesta fundamental para reducir la congestión viaria es el trasvase modal hacia los modos con gran capacidad para transportar personas y que -a diferencia de los coches- no atascan fácilmente las propias infraestructuras por donde se desplazan (es decir, a pie, bicicleta y transportes colectivos). Pero tiene que estar claro que este trasvase modal no se tiene que producir apelando a la conciencia social o ambiental de los individuos -como parece que pretendan muchas campañas institucionales- sino consiguiendo que estos modos de transportes sean competitivos en tiempo, fiables y seguros. No nos extenderemos en este punto.
Por otra parte, cuando hablamos de garantizar el aparcamiento estamos pensando fundamentalmente en la tarificación de este recurso natural y escaso -el suelo urbano-, del mismo modo que lo hacemos con el agua, la comida o la energía para racionalizar su consumo. Así, el precio que regule los cordones de aparcamiento debe conseguir que se maximice el uso de éstos, pero garantizando siempre alguna plaza libre (véase este post anterior).
En definitiva, a través de volver competitivos los modos más sostenibles y tarifar el aparcamiento se consigue otorgar fiabilidad al coche porque se reduce y racionaliza significativamente la necesidad de utilizarlo. Y este es el punto clave. Ciertamente, el coche seguirá siendo necesario en numerosas ocasiones, y es precisamente en estas ocasiones que hay que garantizar que afloren las aportaciones beneficiosas de un invento como este.
Pero para que los aspectos positivos del coche se manifiesten hay que asegurarnos de que el uso del coche se limita a los casos necesarios: cubrir los trayectos donde el transporte colectivo no resulta rentable ni social ni ambientalmente, mejorar la calidad de vida de las personas con movilidad reducida (crónica o temporalmente), prestar servicio en el transporte de mercancías personales, ofrecer la posibilidad de desplazarse en horas intempestivas, o posibilitar un trayecto puerta a puerta de manera ocasional (es decir, aparcando cerca del origen y del destino).
Precisamente, recuperar la posibilidad perdida en muchas ciudades de realizar trayectos puerta a puerta significa volver competitivo el coche. Pero la condición indispensable para hacer posibles los puerta a puerta es asegurarnos de que estos sean ocasionales. Si se quiere que sean cotidianos y masivos, entonces el sistema se pervierte y se vuelve imposible, tal y como se ha demostrado en todas partes.
Por lo tanto, contrariamente a lo que se afirma a menudo, el favor que se le tiene que hacer al coche no es hacer fáciles y baratos sus desplazamientos. Este camino ha demostrado ser un flaco favor al propio coche, a la vez que aboca a la globalidad del sistema de transportes a la incompetencia por la congestión de la red viaria y por la ausencia de inversiones en los modos más sostenibles. Diferentemente, el verdadero favor al coche consiste en implantar las alternativas y los condicionantes para que su uso se reduzca a las ocasiones verdaderamente necesarias.
Desde una perspectiva colectiva, evitar el uso masivo del coche a través de los mecanismos aquí expuestos significa reducir el tiempo global que la sociedad destina a los desplazamientos, promover la equidad social y solucionar buena parte de los principales problemas urbanos del siglo XXI: inseguridad viaria, contaminación acústica y atmosférica, y monopolización del espacio público por parte del coche. Y desde una perspectiva individual, de aquel usuario que necesita usar el coche en un momento dado, hay que tener claro que el hecho de no diseñar los instrumentos para evitar el uso masivo del coche significa que lo hundimos y relegamos a la incompetencia.
En conclusión, es necesario quitarnos la venda de los ojos que nos impide reconocer que el coche es generalmente el medio de transporte más lento dentro de los núcleos urbanos. La misma venda que, a su vez, nos hace creer que el coche es el más rápido y competitivo, talmente como si discurriera por carreteras desiertas como siempre hace en los anuncios de la televisión. Y distanciados de esta idolatría, hay que proteger los aspectos en los cuáles el coche difícilmente tiene rivales y, precisamente por ello, se convierte en necesario.
Mientras no seamos capaces de ver que la realidad cotidiana del coche es la de un modo de transporte atrapado en congestiones provocadas precisamente por su uso masivo, no podremos devolver al coche su competitividad. Y devolverle la competitividad, consiguiendo que el coche aporte tanto a las personas como a la sociedad más ventajas que desventajas, tiene que ser uno de los objetivos primordiales de las políticas urbanas contemporáneas.
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