Para cuando algunos residentes «de toda la vida» de una ciudad se movilizan y empiezan a exigir que se tenga a la bici en cuenta, hay otros colectivos que se les han adelantado. En muchos casos, son los más pobres quienes recurren a la bici como transporte.
No lo hacen por salud ni por ecología. Ni por aparentar: no llevan fixies ni elegantes bicis de paseo, sino mountains baratas, veces en mal estado. No llevan luces, reflectantes, nada. Van a trabajar o a rescatar lo que puedan de la basura en la oscuridad, invisibles. Van en bici porque es económico. Un billete o un bono de transporte público es un lujo que no pueden asumir, y mucho menos un coche.
Muchos no conocen las normas, porque no suelen tener tiempo de formarse en esas cosas, ni carné de conducir, ni les alcanzan las campañas tradicionales. Algunos ni siquiera entienden bien el idioma.
Desde la perspectiva de un ciudadano «de toda la vida» de una ciudad, con ingresos más o menos estables, es fácil olvidar a esta parte de la población. Los partidos políticos tampoco les prestan mucha atención, porque raramente votan, y muchos ni siquiera pueden hacerlo legalmente.
Sin embargo, serían los más beneficiados de una política de transporte y comunicación que les incluya. Muchas rentas de inclusión social, por ejemplo, incluyen ayudas para el transporte al trabajo, y la Unión Europea señala al transporte público como factor de inclusión social. Otro tanto puede decirse de las condiciones seguras de uso de bici y de los accesos peatonales.
No es una ocurrencia: la Unión Europea señala en un informe sobre transporte e inclusión social que las personas con discapacidad, con bajos ingresos, de mayor edad, las familias con hijos, los inmigrantes y las mujeres son especialmente vulnerables ante desigualdades en el acceso al transporte.
- Exclusión física: allá donde las barreras físicas, como el diseño de los vehículos, la falta de adaptaciones para discapacitados o la ausencia de horarios legibles dificulta la accesibilidad de los servicios de transporte.
- Exclusión geográfica: vivir en zonas rurales o en suburbios puede impedir el acceso al transporte.
- Exclusión de instalaciones: la distancia a instalaciones clave como tiendas, escuelas, servicios de salud o de ocio puede impedir el acceso a estos.
- Exclusión económica: los altos costes monetarios del viaje pueden impedir o limitar el acceso a instalaciones o al empleo, e impactar en los ingresos.
- Exclusión basada en el tiempo: las necesidades de tiempo de varias tareas combinadas, como el trabajo, las tareas domésticas y el cuidado de los hijos, reducen el tiempo disponible para viajar (concepto conocido como pobreza temporal en fuentes académicas).
- Exclusión basada en el miedo: el miedo por la seguridad personal puede hacer inviable el uso de espacios públicos o transportes.
- Exclusión espacial: la falta de seguridad, o una gestión o diseño inadecuado de los espacios, puede impedir que algunos grupos accedan a espacios públicos, como por ejemplo las salas de espera de primera clase en las estaciones.
No disponer de buen transporte dificulta el acceso a la educación, al trabajo y a los servicios de salud, haciendo la vida de quienes no tienen acceso al sacrosanto coche todavía más cuesta arriba. En el caso de los ancianos, puede significar una vida en soledad y con trabas para acceder a los servicios de salud.
Buenas prácticas de inclusión en el transporte
Paliar estas dificultades es relativamente sencillo. Considerar los accesos peatonales y ciclistas en todas las nuevas urbanizaciones es una buena forma de empezar. Añadirlos en las antiguas es el siguiente paso, aunque resulta más complicado. Y al diseñar instalaciones de transporte, tener presentes las necesidades de los grupos vulnerables, en particular la accesibilidad para discapacitados y las condiciones de seguridad.
Por ejemplo, los polígonos industriales o los centros comerciales, lugares donde se concentran puestos de trabajo, no suelen tener accesos peatonales ni ciclistas adecuados, forzando a los trabajadores de menos recursos a compartir coche, recurrir al transporte público -cuando lo hay, a veces con horarios poco prácticos- o a buscarse la vida caminando o pedaleando por terraplenes junto a autovías, en condiciones que asustarían al más aguerrido de los ciclistas urbanos.
Pero estas cuestiones son baratas y relativamente fáciles de solucionar. Si la distancia es apta para acudir en bici, los accesos de este tipo son muy económicos comparados con los de vehículos a motor. Depende de los poderes públicos tener siempre presentes estas necesidades al diseñar nuevos accesos. En España, donde las competencias están trituradas entre el Ministerio de Transportes, las autonomías y los ayuntamientos, la mayor complicación, después de lograr que distintas administraciones reconozcan un problema y se sienten para acordar soluciones, es decidir quién paga.
¿El problema? Como tantas otras cosas, es político. La población inmigrante o en riesgo de exclusión no vota o vota menos que la población en mejor situación socioeconómica. Y como llegan a la política, en proporción, más personas en buena situación económica que personas en riesgo de exclusión, el entorno de las personas con representación política también suele estar en buena posición, se relaciona poco o nada con personas con estas dificultades, y por un simple asunto de sesgo tienden a ignorar estas necesidades, aunque sean fáciles de resolver.
Los representantes políticos, así, tendrían poco que ganar, si resolvieran un problema que tampoco tienen en el radar. Es normal que no se apliquen. Y el lado bueno es que con un poco de movilización, con un poco de pisar barrio, con una atención mínima a estos problemas y con inversiones bajas, quizá podrían tener mucho que ganar.