Las bicicletas plegables no nacieron ayer

triunfo
Portada del número de Triunfo en que se publicó este artículo en 1963.

 

A mitad del siglo pasado el escritor Ignacio Agustí se hacía eco de la aparición de una nueva bicicleta plegable en Liverpool, que «cabe en el portaequipajes de los coches».

El artículo apareció el 9 de noviembre de 1963 en la revista Triunfo, y la hemos encontrado en los archivos de Triunfo Digital, quienes nos han permitido amablemente su reproducción. Si alguien quiere reproducirlo en otra parte, deberá pedir antes su permiso.

El autor anticipa ya en 1963 la vuelta de la bici a las ciudades: la bici plegable, la intermodalidad, su elección por motivos de salud y su adopción por la gente más pudiente. Y también nos deja entrever un pasado reciente en que el uso urbano de la bicicleta parece más común, menos propio de valientes y aguerridos, que hoy.

La bicicleta

Ignacio Agustí, revista Triunfo, 9 de noviembre de 1963

Para soslayar el agobiante problema del aparcamiento en las ciudades, una fábrica de Liverpool ha puesto en el mercado una bicicleta que cabe, debidamente doblada por ciertos mecanismos, en el portaequipajes de los coches. Los automovilistas no tienen más que desdoblarla y ponerse en marcha a sus lomos en cuanto llegan al centro de la ciudad. Si el sistema de transbordo da resultados no será raro observar a los más encopetados varones de la Banca circular por las calles sobre dos ruedas. Ya nos muestra una fotografía el aspecto de uno de esos caballeros sobre dos ruedas, arrogante bajo su bombín impecable de la City, mientras le da al pedal con energía. Los coches serían el vehículo de las afueras, inútil y engorroso en el centro de la ciudad.

Volveríamos a los comienzos. En un principio la bicicleta fue un mecanismo de alto copete. Antes de la aparición del automóvil, y al principio de la aparición del velocípedo, el ejercicio ciclista se presentó como un sosias de la equitación. Las primeras bicicletas eran corceles sin cascos, sin bridas y sin lomos; eran caballos mecánicos. El altísimo redondel de la rueda delantera y la desproporcionada ruedecilla de atrás servían de pedestal móvil a los “dandis” de la localidad. Esa era una imagen del progreso mediante la cual los económicamente fuertes podían dedicar sus ocios a henchir sus pulmones con la intemperie y sorber las delicias del aura urbana. Los clubs velocipédicos entraron en la época para dar al traste con los anacrónicos centros de equitación. Pudo haber una alta escuela de ciclismo nutrida por los más selectos núcleos aristocráticos. Nos relatan las crónicas que en Madrid, concretamente, existió un club de esta especie, donde se reunía la crema de la juventud en los tiempos de la Regencia. Más tarde frecuentó la flamante entidad el rey don Alfonso XIII y el sillín del velocípedo quedó así encumbrado a la categoría de trono real. En algunas novelas de la época, y desde luego en los seminarios festivos del tiempo, ocurren lances y chistes reveladores de la elevada estirpe del ciclismo en sus comienzos. Más tarde, la gente de las altas esferas descubrió el automóvil y en ese cambio volvió a la vez el refinamiento de las caballerizas y de los pura sangre. Al tiempo en que la bicicleta igualaba sus dos ruedas se tornó popular y democrática, fue como si de pronto se pusiera al ras de ciudadano medio; la difícil ascensión a su asiento dejó de ser privilegio de los encopetados. El sillín bajó de nivel y con ello pudo ser montada, con sólo una pirueta, por el común de los mortales.

Ya lleva años la bicicleta como instrumento proletario y usual. La principal virtud del ciclista es hoy su anonimato. Pero por lo mismo ese modesto artefacto, que empezó siendo privilegio de minorías y se conformó luego con su modesta suerte, demuestra su vigencia y su oportuna utilidad en los momentos dramáticos y graves. Hojeando las revistas de guerra podemos darnos cuenta de la enorme ayuda que prestaba la bicicleta. En los éxodos quien tenía una bicicleta a mano poseía un tesoro incalculable. Las calles de París durante la ocupación nos dan una fidedigna muestra de la virtud del instrumento. Las bicicletas surgieron otra vez a primer plano como ángeles voladores de los climas difíciles en misión benéfica y generosa. La tremenda prosperidad de estos años las vuelve a diluir en un torrente de automóviles y el ciclista es una pobre víctima del alud. Nos parece que el ciclista ejerce una especie de “auto-stop” a escala de pedal. Alguien decía, no sin razón, que la bicicleta es una “máquina de ir a pie”.

Pero la bicicleta se hizo símbolo de su época en los años inmediatos a la guerra merced a aquel film que inauguró el neorrealismo, “Ladrón de bicicletas”. Allí se puso en claro el carácter plebeyo y comunitario de ese humilde instrumento de nuestra civilización mecanizada. En “Ladrón de bicicletas” los suburbios de las grandes ciudades industriales de la Italia social nos descubrieron la faz insigne de la bicicleta como una avanzadilla del peatón anónimo, de la masa oculta. También en “Muerte de un ciclista” la raíz del drama reside en la terrible incongruencia del anónimo ciclista, in filiación y sin defensa, en contraste con un mundo voraz, sensual e indiferente. El ser humano más indefenso es un ciclista.

La nueva idea de la fábrica de Liverpool puede desvalorizar ese símbolo, al tiempo en que puede encumbrar de nuevo a la bicicleta en el escalón social. Justamente nosotros hemos escuchado hace poco cierta información de primera mano sobre el tema. Cierta audaz figura de la industria y de los negocios, persona muy conocida y muy destacada en la vida social y económica de una gran ciudad española, es a la vez hombre individual y sin complejos. Ya entrado en algunos años, el médico le aconsejó que debía hacer ejercicio para eliminar grasas y para atenuar deficiencias circulatorias. Probablemente por ese último término nuestro personaje decidió que el mejor ejercicio para eliminar deficiencias circulatorias era trasladarse a su despacho en bicicleta. Seguido por su lujoso coche y por su chófer, nuestro hombre se dirige actualmente todos los días en bicicleta a la dirección de su gran empresa. Ante el pasmo de sus empleados se apeó los primeros días de su bicicleta sin dar explicaciones a nadie. Pero está satisfechísimo. Cuando se le pregunta si no siente complejos al circular de ese modo se echa a reír. “¿Complejos? Si vas en bicicleta nadie te mira. En mi caso, todos los conocidos a quienes encuentro saludan a mi chófer. En mí, ni se fijan…”

Eso seguirá ocurriendo, por lo menos hasta que el procedimiento de la fábrica de Liverpool motive que a gente aprenda a individualizar de nuevo a aquellos apócrifos pero humanos seres que van en bicicleta.